Mi dulce A.
Si la gente supiese todo lo que soy capaz de guardar en mi interior. Pero la intención es que nunca lo sepan. Odio jugar a su juego, pero todas las mañanas me veo en la obligación de ponerme la máscara y hacer como los demás, sonreír, una sonrisa ancha, de oreja a oreja, quitando importancia a todo lo que realmente la tiene, creando soluciones cuando simplemente son meras ilusiones. Incluso contigo, mi dulce, me he visto arrastrado a colocarme la máscara. He de reconocer que, aunque deteste esa estúpida actuación, ocultarme resulta realmente cómodo; me ahorra el dar explicaciones de a qué se debe mi tristeza, o mi rabia, o mi frustación, o mi melancolía, o mi insufrible ansia de desaprecer a veces. Actuar resulta fácil cuando sólo debes imitar los movimientos de la gran mayoría, dejarse llevar por la marabunta resulta cómodo, mi mente, acostumbrada a analizar todo con el mayor de los catastrofismos, encuentra cierta tranquilidad al evitar tener que pensar, simplemente plagiar.
Y aún así, cuando llego a mi pequeño estudio y cierro la puerta al mundo, por fin puedo quitarme esa máscara, borrar esa sorisa falsa, pensar en mis problemas y ver que están ahí, que siguen ahí y no se han ido por mucho que fuera yo dijese que no importaban. Y puedo mirarme al espejo y verme llorar. Sólo. Solamente yo puedo ver mis lágrimas. Soy demasiado egoista como para compartirlas con nadie.