¿Cuántas veces no hemos
sentido que no valemos para aquello que estamos haciendo? Todos hemos caído en
esos días en los que nos repetimos constantemente lo mierda que somos, lo poco
que valemos, ya sea verdad o mentira, todos hemos pasado por esos días de auto compadecernos.
Podría deciros que lo
mejor para solucionar este estado sea levantarnos, lavarnos la cara, mirarnos
al espejo y decirnos lo muy mucho que valemos, pero esto sólo funciona en las
películas y en las series americanas de adolescentes demasiado creciditos para
estar en un instituto. Seamos sinceros, antes de pronunciar la primera palabra
de nuestro bonito discurso sobre lo que valemos, estaríamos berreando cual bebé
hambriento o, en su defecto, cagado. Creo que en estos momentos, hay más similitud
con un crío cagado que con uno hambriento, porque así es como estamos, cagados.
Cagados con lo que la vida pueda depararnos o con aquello que no podamos
superar. Sea lo que sea lo que nos haga sentirnos de semejante manera, lo que
menos nos va a ayudar será plantarnos frente a un espejo llorisqueando mientras
balbuceamos lo mucho que valemos. Tampoco lo hará el querer empecinarnos con
aquello que nos ha dejado en este estado, que, aunque suene evidente, muchas
veces se nos olvida; estamos demasiado cegados por nuestra propia pena como
para darnos cuenta de que dos más dos son cuatro.
Es verdad que encontrar
una solución a semejante estado puede resultar difícil, pero también es cierto
que el viento en la cara, la luz del sol y las risas con los seres queridos despejan
mucho. Somos seres limitados, tan limitados que necesitamos despejarnos de
nosotros mismos.
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