De pequeña, Miranda tenía una visión del mundo muy distinta de como la tuvo años después, cuando, ya adulta, estaba hastiada de la vida. En su infancia, siempre creyó que las estrellas, aquellas tan bonitas, en realidad eran las almas de todas aquellas mascotas que murieron o desaparecieron en extrañas circunstancias. Esta creencia se perdió en la memoria del recuerdo escondido, hasta que un día, volviendo a casa ya de madrugada, miró al cielo y se dio cuenta de que aquellas no eran más que frías observadoras en la distancia que no desprendían más calor en el corazón que aquel que llegase de sus cuerpos a miles de años luz.
También, de pequeña, Miranda creía que el tiempo pasaba más lento, quizá se detenía, si uno se quedaba demasiado tiempo mirando las nubes. Por eso pensaba que el anciano que todas las mañanas, sentado a su puerta, observaba el cielo, y que allí continuaba a su vuelta de la escuela, se había quedado prendado en el tiempo, como las estatuas de los parques, y que tarde o temprano alguien lo llevaría con sus compañeros junto a los rosales. Hasta que, años después, cuando aquel anciano murió y el coche fúnebre se lo llevó, esta vez sí, con sus auténticos compañeros, ella calló en la cuenta de que el tiempo pasa igual para todos y en todo momento, que las estatuas no son más que piedra bien presentada y que las personas no serían más que huesos y polvo.
En su niñez, Miranda tenía la creencia de que los besos, aquellos tan apasionados que se veían en las películas y en alguna esquina de enamorados, eran soplos de aire que las personas se daban en el corazón; porque el corazón necesita de un impulso de aire para seguir funcionando. Y esto siguió creyendo, hasta que un día se lo hicieron añicos y se dio cuenta de que los besos pueden ser la mentira más grande que se haya creado, y que el corazón sigue latiendo, insensible a las punzadas en el pecho y a las heridas en el alma.
En su regresión, postrada ante una taza de café, se dijo que tal vez todas aquellas ilusiones fueran, a fin de cuentas, la esperanza de los primeros años, cuando todo brilla con más luz, cuando todo parece más grande y más inmenso de lo que en realidad es.
Postrada ante la taza de café, Miranda lloró las lágrimas de la incredulidad, dejando que se evaporasen en el calor de la piel. En su interior surgió la flor de la niñez y dejó que la pequeña Miranda ocupase el hueco que tiempo atrás había quedado vacío dentro de sí. Pensó que la tierra estaba llena de ilusos y esperanzados, que veían en el mundo una verdad que quedaba oculta a los ojos de aquellos que habían crecido demasiado.
Y entonces eligió la ilusión de una esperanzada verdad.