Mi dulce A. He oído mil veces aquello de que el ser humano es un ser sociable, que necesita de semejantes para convivir. Tal vez sea por eso que muchas veces no me siento humano.
Mientras que muchos disfrutan de la dulce cháchara en compañía, tras una dura jornada, yo encuentro mi desahogo entre los papeles en blanco, encerrado en mi pequeño estudio, mientras observo el atardecer de París. Muchas veces me veo arrastrado, incómodamente, a conversaciones insulsas, faltas de un tema concreto; cotilleos de escalera o comentarios acerca del estado del país.
Y aunque mi corazón me grita con vehemencia que corra y huya de esas personas que simplemente buscan escarbar en mis palabras para desvelar mis secretos, mi mente me obliga a permanecer quieto y disimular una sonrisa. Debes parecer normal, siempre normal, nunca debes mostrar quién realmente eres. Muchas veces pienso que debería obedecer a mi corazón,aunque sólo sea por una vez.
Pese a todo, y aunque adoro mi silenciosa soledad, te echo de menos, A. Porque tu compañía es distinta. Tu compañía es... es como una pluma. Cuanto está, es ligera y suave, pero, cuando no está, deja un hueco en el espacio, una herida en el mundo tangible acompañada de la sensación de que algo no está donde debería estar. No sé si consigo que me entiendas.
A veces noto más tu ausencia que otras. Alzo la mirada y veo que faltas, sentada en el desvencijado sofá, en la esquina, leyendo el viejo y polvoroso tomo de El Quijote mientras sonríes por las aventuras del loco hidalgo. También noto la falta del aroma a café, el constante aroma a café que envuelve tu persona.
Siempre pensé que eras el toque de cafeína que siempre me faltó.
Me faltas, mi pequeña A.