Odio esos días en los que
te despiertas arriba y, a lo largo de la jornada, terminas por los suelos. A veces
me pregunto si ser seres racionales y conscientes de lo que pasa a nuestro
alrededor nos sale realmente rentable. En estos tiempos la miseria es cada vez
más palpable, y la belleza de una flor o de un amanecer como la otra cara de la
moneda no nos convalida ante el futuro desolador que nos espera. “No seas negativa, mírale el lado positivo”
o “Nada es malo eternamente, sólo tienes
que poner la otra mejilla” son palabras para bobos que se las quieren
creer. ¡Qué felices y dichosos aquellos que pueden llevarlas a cabo! Mientras
tanto, el resto, somos una juventud que ha perdido la ilusión por el futuro,
sin esperanza, que busca salidas con desgana, o que está por estar, sin fuerzas
ya para luchar contra viento y marea contra aquellos que destrozan los derechos
por los que muchos de nuestros abuelos dieron su vida.
¿Recordáis cuando en el
colegio nos hablaban de los autores del desarraigo? Nos aprendíamos toda la
parafernalia sin saber exactamente a qué se estaba refiriendo. A día de hoy
cada vez me identifico más con ellos; con los que no se sentían pertenecientes
al país y al contexto en el que vivían, con su desgana respecto a la sociedad.
Porque sí, lo que nosotros sentimos ya tenía nombre, se llama sentimiento de
desarraigo, y no somos los primeros en sentirlo, ni tampoco seremos los
últimos, simplemente nos ha tocado vivirlo.
Y, sí, como de costumbre
no faltará aquel que piense o diga que
en realidad debería estar agradecida, que tan mal no vivo, que se me brindan un
montón de posibilidades para formarme y blablablá. No seáis mal pensados, no
soy ninguna desagradecida. Es más, me siento incluso privilegiada de poder
formarme en algo que realmente me gusta, pero aun así no puedo evitar sentir
esa sensación de desgana al saber que a pesar de lo mucho que me pueda esforzar
en lo mío, lo que me espera no es tan brillante como lo que imaginaba cuando
pensaba al entrar en la universidad. También agradezco el techo sobre mi cabeza,
que mis abuelos luchasen por el futuro de aquellos que vendrían después, pero
tampoco puedo evitar sentir la pena al ver cómo destrozan todo esto, como hacen
oídos sordos a las demandas del pueblo, al escuchar su hipocresía y sus
palabras vacías. Y mientras escribo y medito sobre todo esto, no puedo evitar
envidiar al gato que se acurruca a mi lado, cuya única preocupación es tener
pienso todos los días en su cuenco, un rinconcito donde dormir y que alguien le
rasque tras las orejas.